Sol de verano

Lola Mascarell

La historia es bien sabida. Ocurre en uno de esos lugares mitológicos que a fuerza de repetición se han convertido en espacios familiares, en paisajes cercanos. La noche cae sobre los helechos y las madreselvas, sobre el jardín exuberante y húmedo. Es uno de esos días de verano que nunca se terminan. Escondido en las nubes del Parnaso, un ofendido Eros se venga de las críticas de Apolo disparando dos flechas: una de amor para él y otra de odio para ella. Él la persigue, la ronda, la acorrala. Ella trata de escaparse entre roquedales y zarzas con todo su pelo al viento, la túnica desgarrada. Los pies de él son veloces porque los mueve el amor. Los de ella apenas se mueven porque los paraliza el miedo. A punto está de alcanzarla cuando ella suplica a su padre que le cambie la figura. Y así es como de inmediato su cuerpo se va transformando. Se hace tronco su cintura, sus pies se tornan raíces, y los espantados brazos se truecan en altas ramas de las que brotan serenas, olorosas, inocentes, las hojas del laurel.

De Dafne cuenta Ovidio que antes de su metamorfosis había implorado a su padre que no la casara con nadie. Era una mujer hermosa, pero independiente y contraria a las exigencias del canon femenino que obligaba a las mujeres a casarse y tener hijos. El padre le da capricho, aunque le advierte lo obvio: “con tu voto, tu hermosura pugna”. Igual que la hermosa Helena o la pastora Marcela de Cervantes, su belleza les conduce al conflicto. A la primera se le considera culpable de la guerra de Troya. A la segunda, del suicidio de Grisóstomo y de otros hombres. Su delito: ser bellas. Su veredicto: culpables.

Al contrario que Dafne -que recurre a su transformación en árbol para liberarse de un amor violento-, al contrario también que aquellas inmóviles mujeres-árbol que pintó Paul Delvaux, las mujeres que dibuja Cuqui Guillén se convierten en plantas porque son libres. Son ellas las que transforman su pensamiento en árbol, en enredadera, en savia. Las ramas y los tallos que les salen por la cabeza no son el destino aciago de su injusta condición, sino el fruto radiante y bello de algo que bulle en su interior y que pugna por salir convertido en arte. Son también una forma de escalar el viento, de apoderarse del espacio, de darle presencia a lo que antes no existía. Las líneas que sobrevuelan la cabeza de esas mujeres son plantas que a su vez son metáforas, visibilización de las potencias femeninas, de sus ideas, de su propia idea del mundo, laberintos de luz sobre el blanco, sobre el papel, sobre las vitrinas.

En la escena que Cuqui ha dibujado para esta ocasión, dos mujeres conversan apaciblemente. Es verano. El aire se va llenando de noticias, de sucesos, de reflexiones, de palabras que son cactus, aliagas, helechos. Hay algo de aquel territorio mitológico por el que corría Dafne en esos trazos, algo de aquel paisaje lejano. Porque nada de lo que se dice, se habla o se intercambia nace libre del peso de lo acontecido, del lastre de la historia. Cada uno de los pasos que la mujer ha ido dando, cada pie detrás de otro pie, cada palabra no dicha desemboca en el día de hoy, por eso las mujeres no podemos ser sino el fruto de los caminos que hemos recorrido, del humus que nos ha hecho crecer tantas veces contracorriente. Hay una hermandad antigua en todos los relatos. Hay un hilo que hilvana nuestra presencia a través de los siglos. Algo que todas sabemos y que no necesitamos decirnos y que está, de algún modo, también en esta obra de la artista valenciana.

Mirando el cuadro pienso que quizás las que hablan allí dentro somos Cuqui y yo. Ella me cuenta lo que va a pintar y me pide que escriba un texto. Me dice que el dibujo se llamará Sol de verano y que hablará de ella y de mí. Claro, digo yo, de qué si no. Eso es lo que mejor sabemos hacer. Lo que ahora afortunadamente ya podemos hacer. Un cuadro y un texto que hablan de ti, de mí, de nosotras. Y también de ellas. Y de vosotras. Porque hay un destino colectivo en este andar que dura ya tantos siglos. Habla de todas, porque todas somos las que nos concitamos en un día como hoy para seguir andando juntas. De la mano. Nos sólo de las nuestras, sino de todas aquellas manos que se nos unan, sean de quienes sean.

No es extraño que las hojas de laurel que fueron los dedos de Dafne sigan siendo aún hoy el símbolo del triunfo, laureles o hiedras, jazmines o hibiscos, cactus o palmeras: coronas vegetales rodeando la orgullosa frente de tantas heroínas, mujeres trabajadoras, laureadas, alegres, veraniegas, mujeres que recogen el testigo de todas las otras mujeres, ahora por fin ya un poco más tranquilas, pero nunca del todo, pendientes las unas de otras, atentas todavía por si alguna necesita convertirse en un árbol.

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