La tentación subversiva de Cuqui Guillén
Johanna Caplliure
Hotel Portixol, Mallorca (2017), serie Esperando en hoteles, 145 X 190 cm. Óleo/lino.
En 1933 se estrenaba en Nueva York, sin un especial éxito y un con apabullante recorte de escenas, el film fantástico King Kong. Eight Wonder of the World. Como la mayor parte de la producción de esa época, la película fue censurada por el código Hays. Algunas escenas fueron tildadas de inadecuadas por ser excesivamente violentas. Otras atentaban contra la moral social viéndose amenazado el honor del público al ser manifiesta una conducta ignominiosa. De tal manera, que entre las tomas de monstruosos animales devorando o pisoteando a humanos, se decidió que la escena donde el gigantesco gorila desviste curioso y delicadamente a la joven actriz, fuera suprimida en su proyección para las grandes salas. Sin embargo, la película dirigida por Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, reestrenada en las décadas posteriores, obtuvo un grato resultado de taquilla aumentando el número de su audiencia y adquiriendo un cierto interés social a finales de la década de los años 40 y principios de los años 50. Así, las secuelas se produjeron con cierta rapidez: Mighty Joe Young (1949) y Godzilla (1954), y poco a poco King Kong se convertía en un mito moderno. ¿Quién no recuerda la escena del gran primate montado sobre el Empire State Building mientras derriba avionetas como si fueran moscas? ¿O la famosa escena de la chica sobre la palma de la mano de este retorciéndose de pavor? De hecho, tras el estreno, Fay Wray, la actriz canadiense que en la cinta conquista al enorme gorila, saltó a la colorida alfombra del star system hollywoodiense siendo conocida como “la reina del grito” gracias a sus fantásticas interpretaciones en películas de terror o cine B donde se hizo popular por su espeluznante, a la par que verosímil, grito angustiado. Pero fijémonos en algunos momentos que construyen el relato del celuloide. Si seguimos las diferentes secuencias de la película, podemos observar cómo la belleza de la joven provoca un poderoso embrujo sobre la bestialidad del animal que parece desvanecerse al contacto suave de la tez de la actriz. En cuanto Kong se topa con la hermosa Ann, la idea de acabar con ella se esfuma de su mente inmediatamente y un sentimiento de ternura, deseo y posesión le embargan por completo haciéndolo humano. Pese al fracaso del sacrificio, los nativos parecen tranquilos viendo contentada a la fiera peluda. Mientras estos han cesado de tocar sus tambores anhelando que la ira de los dioses haya sido apaciguada, los hombres blancos se escurren entre el espesor selvático de la jungla en Skull solo teniendo en mente dar captura al gran mono. No obstante, la furia de otros “dioses” se cierne sobre todos ellos o sobre todos nosotros. ¿Es posible que una bestia adquiera rasgos humanos transformando su animalidad? ¿Podemos los humanos eliminar todo rastro del animal que estoy siendo, que estoy siguiendo, como abordara Derrida? (45) Los hombres blancos castigan la fascinación, el deseo, que Kong profesa por Ann.
El pestañeo que dirige un Kong ablandado por Anne, su delicadeza ante la mujer y su violencia desatada ante los demás solo puede mostrársenos como uno de esos “ejemplos al azar de elementos que forman parte del catálogo camp”, según dirimiera la crítica estadounidense Susan Sontag. Y es cierto que toda esta parafernalia exhibida en el film escenifica la feminidad de la víctima, la bestialidad del animal, el otro salvaje y lo masculino blanco como victorioso. Cada rol es construido bajo la mirada del consumo masivo, de la masa, construyendo el mito moderno y, por ello, la representación es estilizada hasta la exageración. Este hecho solo es comparable con aquellos rasgos que Sontag recoge en su acercamiento a lo camp en 1964 a propósito de sus “Notas sobre el camp” y en el que nos detendremos más adelante. Así, podríamos colegir que la exuberancia a la que queda sujeta la representación promueve un alargamiento del sentido de esta y el significado se vuelve camp. Puesto que en una primera definición diríamos que el camp es “el Ser-como-Representación-de-un-Papel”. (Sontag, 1987, p. 306).
En este sentido, la sensibilidad camp pareció aproximar cuestiones, tendencias o posiciones aparentemente contrapuestas o contradictorias, pues cuando el ser es la representación exagerada de un papel, el estiramiento del ser es tal que puede deformarse hasta convertirse en su contrario. Así, el pop adquirió ciertos ademanes que jugaban con estereotipos, hacían comparecer extravagantemente seres antagónicos que se reconciliaban por la ciencia del pastiche o traían situaciones deseadas que despertaban lúbricamente la mente del consumidor de la masa. Si seguimos con los modelos planteados en el film de King Kong, podríamos hallar en Mel Ramos el paradigma de un retorcimiento del film desde lo camp hasta lo controvertido. Ramos dedicó una gran parte de su vida a estudiar rubias ingenuas y seductoras, mujeres desnudas y animales. El artista pop de la Costa Oeste es conocido por sus chicas de “calendario” de gasolinera o de taquilla en un vestuario masculino. Sus series centran su atención sobre chicas desnudas posando con comida, marcas, diferentes tipos de tabacos y bebidas conocidas de tamaño desmesurado. De hecho, pareciera que sus mujeres han sido víctimas de un conjuro y que al beber de una botella o mordisquear un pastelillo, como lo hiciese la Alicia de Lewis Carroll, han menguado hasta convertirse en un personaje de una historia fabulosa. Sin embargo, la fantasía cobra otra significación abandonando todo imaginario infantil proyectándose, como arguyó la teórica feminista de la imagen Laura Mulvey, en una “escoptofilia de la mirada” que produce la reificación de la mujer. Es decir, un placer visual que construye en su narratividad un juego jerárquico de desigualdad. Esta magnificación de una mirada masculina se vuelve perversa y limitante, pero también exagerada en el sentido más camp de sus posibles cuando nos detenemos en su serie con animales. Todos podrán recordar la chica recostada boca abajo sobre el lomo del hipopótamo con la boca abierta (Hippopotamus, 1967) o aquella juguetona muchacha de apariencia aniñada, como una Lolita, sentada sobre la grupa de una cebra (Zebra, 1979). Algo menos conocida es la imagen de una chica recostada sobre un gorila Gorilla (1967) que tiene diferentes versiones donde el primate ha virado a chimpancé (46) o que incluso este se convierte en uno de los putti que facilita la visión de una actual Venus mirándose al espejo (Rokeby Venus (Velazquez Version),1975). En una pose algo incómoda, pues el gorila parece tomar su brazo para retenerla o atraerla hacia sí, la joven de Gorilla (1967) (47) posa como en otras ocasiones ya lo hicieron otras chicas de Ramos: mirando fijamente al espectador haciéndolo partícipe de la escena o incluso invitándole a entrar en ella. El candor de la Ann de Kong ha desaparecido y la chica, esta vez morena, queda a merced del gran primate. Para este falso Kong la chica también resulta un juguete entre sus manos; podría hacer lo que quisiera con ella: abrazarla o aplastarla. Sin dudas, la animalidad, tanto en el film de los años 30 como en la obra de Ramos, queda explicitada por un brutalismo reservado que se teme despertar en un deseo desbordado. Aquí la controversia se desata en el uso de los iconos legendarios: la bella y la bestia de forma exagerada insinuando lo que el código Hays podría haber recortado en las tiras de celuloide en los años 30.
En Hotel Portixol. Mallorca (2017) hemos abandonado la isla de Skull plagada de monstruos, serpientes, dinosaurios y otros animales fantásticos, también hemos dejado la isla de Manhattan desde la que Kong se columpiaba en el Empire State Building dejando a sus espaldas el Chrysler Building junto al resto de rascacielos, y ahora nos situamos en la bahía de Palma. Esta isla mediterránea también está repleta de gigantes. En este caso, el pueblo pesquero de Portitxol fue tomado por colosos inmobiliarios que crecen a sus anchas a lo largo de toda la orilla de la isla. Aquí, la “octava maravilla del mundo”, subtítulo del film de Cooper y Schoedsack, podría verse en ese maravilloso hotel boutique que emerge de la rocosa isla bajo el nombre homónimo de la localidad: Portitxol. Su emplazamiento parece de ensueño, perfecto para disfrutar de un idílico atardecer. Una escena casi extraída de las páginas de una revista de viajes. En ella se presenta la piscina al aire libre que se orienta hacia el mar invitándonos a entrar. Sin embargo, en la imagen que nos presenta Cuqui Guillén el paraíso nos recuerda más a una vuelta a los escenarios de los grandes estudios de Hollywood. La protagonista de esta escena es Natalie Wood o también conocida por su nombre real Natalia Nikolaevna Zakharenko. Californiana de nacimiento y de ascendencia rusa, la actriz posa con un precioso vestido rojo. Esta imagen fue tomada para la portada de la revista yugoslava Filmski Svet (“mundo del cine”, podríamos decir en español) y ahora es resituada en un espacio diferente al original. Como habitualmente nos tiene acostumbrados, Guillén selecciona una protagonista especial para entablar un diálogo directo con el espectador. En su pintura ya no podemos hablar de reminiscencias pop. Algunos críticos han definido su estilo como neopop o neokitsch, principalmente en su vertiente más radical en Equipo Límite. No obstante, si debemos definir su trabajo con un concepto, quizá debamos quedarnos, en este primer momento, con el de camp. De hecho, podemos observar cómo este se reconoce, eso sí, desde una perspectiva feminista y una retórica de la complejidad que, como iremos desentramando más adelante, vertebrarán sus últimas producciones. Aquí el camp está disuelto en una minuciosa integración de las partes. Por un lado, tenemos el hotel Portixol: elegancia, sobriedad, horas de relax y tratamientos détox, pero puestas en escena sobredimensionadas, como explicábamos antes, interpretándose como grandes escenarios de cine. Ahora no se trata de filmar el atardecer inflamado de Lo que el viento se llevó, ni el apartamento neoyorquino de Desayuno con diamantes. Estamos ante esas escenografías de la vida real que se interpretan por doquier en Instagram, tan deseadas y tan a la mano de cualquiera. Quizá el nuevo camp cinematográfico esté inspirado en las películas de Paolo Sorrentino: algo nuevo, algo clásico y nostálgico, algo cercano y algo expuesto en su Sanctum Sanctorum, belleza y exaltación, poder y cierto desasosiego. O, quizá, solo estemos reconstruyendo visualmente el decorado de una de las pinturas de Guillén. Por otro lado, están la actriz norteamericana y el gran gorila. De nuevo, pareciera que la artista nos está colocando sobre la típica situación de performatividad excesiva donde los protagonistas sobreinterpretan los roles asignados: la bella y la bestia. Pero aquí la bella no es una tímida Ann, ni una juguetona chica de Ramos, tampoco una aventurera Jane Goodall. Natalie Wood posa segura, ataviada de rojo y portando una vaporosa capa de gasa en el mismo color, que por sus abullonados volantes nos recuerda a un capote de torero. Así, al menos, la vemos en esta imagen, altiva, aunque coqueta, decidida pero expectante. El Kong de Wood, un gorila natural, acompaña a la actriz. No puede disimular. En su intento de colocarse a la espera, queda al descubierto, con un mínimo movimiento, que está en alerta. No sabemos si aguarda el momento para saltar sobre nosotros o para iniciar su fuera de campo. De hecho, parece que es él quien permanece atento a lo que está por venir. La sugerente imagen nos apela a pensar en el chimpancé de la película The Square (2017). Un primate que convive con Anne, la periodista que tiene un affaire con el director del Museo de Arte Contemporáneo de la ciudad de Estocolmo y que aparece en escena cuando la masculinidad de este se bloquea. O, también, al hombre-mono que representando una performance rompe con la hipócrita sociedad europea en un acto de salvajismo animal. En todo caso, la Wood posa teniendo muy claro que ella es la protagonista de esta secuencia
How do I was a woman and an artist work within the society of spectacle while residing within it? (48) Barbara Kruger
The next great moment in history is ours!
Dorothy Iannone
Desde los años 80, Cuqui Guillén (València, 1967) viene desarrollando su carrera como artista de forma continua, ya sea en colectivo o de forma individual, a lo largo de todas estas tres últimas décadas. En 1987 comenzaba sus estudios en Bellas Artes en la Universidad Politécnica de Valencia donde pronto conocería a Carmen Roig y con la que conformaría equipo durante quince años. Cari y Cuqui o Cuqui (Esperanza Casa) y Cari (Carmen Roig) coincidieron en un taller de reproducción seriada del dúo Alcalá-Canales (José Ramón Alcalá y Fernando Canales) en el primer curso de carrera. Desde entonces se unieron bajo el nombre de Equipo Límite siendo conocidas por sus pinturas provocadoras, ácidas, feministas y manifiestamente pop (o pospop). Su producción fue prolífera y sus exposiciones se iban multiplicando junto a los viajes, los modelitos, las ferias y los objetos que iban acopiando para su colección. Una compilación de muñecos, juguetes, postales, carteles, cuadros, souvenirs de tienda turística, baratijas e incontables objetos extraídos de los bazares asiáticos, entonces conocidos como tiendas de “todo a 100” (todo a 100 pesetas o todo a 1 euro después del cambio de moneda) que iban construyendo el imaginario del equipo, pero también el de toda la generación de los 90. Entre grunge y el popi, el vintage y generación X, el manga y las iconográficas modelos de los films, revistas y programas televisivos de los años 60 y 70, pero también la confusión o fusión de los primeros movimientos de (anti)globalización, se producen los intercambios de conocimiento que avivarán las mentes de las artistas. En el transcurso de los quince años en colectivo, Cuqui y Cari conquistaron la escena artística valenciana mostrando su trabajo en diferentes museos
y galerías internacionales extendiendo aquella idea del “después de que el mundo (se) hiciera pop” más allá de los campos de naranjos. Sus primeras obras bebían de la reproducción seriada, la serigrafía, la fotocopia en forma de copy-art, el cartel y el objeto como collage y lo performativo como arte procesual en un ingenuo juego relacional con el público. Una intersubjetividad que pronto se convirtió en una especie de tómbola neopop viéndose proyectadas hacia un trabajo que se identificaría con el lenguaje de otros artistas. Así podemos ver destellos que reflejan puntos en común con las obras de Gilbert and George, Pierre et Gilles, Jeff Koons o Carlos Pazos. Entre el arte del objeto (objeto-de-consumo o bibelot de la inutilidad), la pintura narrativa, el collage, los epílogos del pop edulcorado al que hace referencia Juan Martín Prada (49) y una estética de la globalización, las Límite encauzaron un discurso plagado de inconformismos, ironía exacerbada, controversia y sexualidad palpitante. En unas líneas del catálogo de la exposición Dulce tormento, Maite Beguiristain suscribía, con relación al trabajo de Equipo Límite, que “ejercitar una habilidad es un acto lúdico y placentero que concluye en sí mismo y que nos capacita para ulteriores juegos cada vez más complejos”. Juegos, añadiríamos, del lenguaje, del pensamiento y del deseo que se expanden y activan hacia otros senderos. “Solo una actitud así”–continúa Beguiristain– “puede explicar el que alguien siga pintando de una manera tan extemporánea e independiente de “la moda” y no necesitar grandes volúmenes de justificación teórica para seguir con ello”. (Beguiristain, 1999, p.14). Parecía que todo iba rodado. Las Límite habían caído en gracia, y la crítica, el pensamiento, las instituciones y la comunidad artística sostenía una producción que, en apariencia “extemporánea”, era fruto de un sinfín de inputs difíciles de clasificar y solo comprensible como hijas de su tiempo. “Hay una ironización demoledora de los valores reinantes y una revalorización de lo considerado ínfimo”. (Beguiristain, 1999, 15). Pero, ¿qué podemos hallar tras el trabajo de Equipo Límite
Equipo Límite, Silbando al trabajar (1993), 89 X 116 cm. Acrílico/tabla.
Equipo Límite, Ensalada de pepino en el colegio femenino (1993), 130 X 1162 cm. Acrílico/tabla.
Existe una idea que se alarga en la obra de las Límite y de la propia de Cuqui Guillén. Me refiero a la narración sincopada, es decir, a un ritmo que ejerce su fuerza voluntariamente a contracorriente. Un montaje narrativo que forcejea entre las imágenes débiles y las poderosas para componer un ritmo propio. Jessica Morgan lo captó claramente para definir el trabajo de las artistas feministas del pop de los 60 mediante el concepto “performative contradiction” del filósofo alemán Jünger Habermas. Es decir, la preferencia de un enunciado que dice lo contrario de lo que está diciendo. En este sentido, una contradicción performativa se define como aquella que en “the denunciation of anideology employs in its critique the very language of that ideological power”. (50) (Morgan y Frigeri, 2015, 27). Y así, la imagen que se ejecuta bajo una contradicción performativa se erige como una proposición política. De esta manera, sus obras, en colectivo o sola, se apropian de un lenguaje iconográfico distintivo del pop, con una reminiscencia agridulce de las mujeres de antaño, una hipersexualización BDSM, un juego de performatividad femenino posporno y una propuesta de ironía y acidez que hace tambalear los significados propios y los recarga de nuevo en una complejidad en ocasiones difícil de aprehender. “Esa es la trampa y la fuerza de lo irónico y lo risible; te seduce, te atrapa por los bajos y esa es, también, la trampa y la fuerza de los objetos con más de un nivel de lectura (superficial, medio, profundo), pues aceptan un amplio abanico de público”. (Beguiristain, 1999, 16). De tal forma, que si hacemos una recopilación de significativos títulos y obras podemos observar cómo los temas se siguen entre el feminismo (La mujer antorcha contra el indomable, Donde había gallo, ahora canta gallina), la mujer en el arte y especialmente en la pintura (Entre pitos y flautas, Luz Mari, pintora), o un acercamiento al colectivo LGTBI+ en Dévora Meel Conejo, De profesión mis labores, Nunca serás corresponsal, Zanahorias y nabos, primos hermanos u Hombre con pereza, reloj sin cuerda. Pese a lo explicitado en los textos, Cuqui Guillén siempre ha explicado que tanto los títulos de Equipo Límite como los suyos propios pretenden despertar un juego activo con el espectador. Por lo tanto, no se tratarían de epígrafes de la pintura, ni esta una ilustración de ellos. De hecho, en ciertos casos parecieran construir realidades paralelas que convergen en una complejidad sin claves de lectura. No obstante, su intención no es el hermetismo, sino construir narrativas que desestabilicen la ratio moderna. Y, entonces, la “angustia en algunos observadores y críticos surge cuando se intuye que quizá no tenga una interpretación precisa”, como apuntara Lluís Fernández. (Gandía Casimiro, 1998, 25). Aquí la esquizofrenia del semiótico crece entre la contradicción performativa, la sugerencia como herramienta, “la activación permanente de las paradojas”, como arguyese Fernando Castro Flórez, la ironía como subversión, según Maite Beguiristain, y la falta de precisión en el significado de los símbolos.
Equipo Límite, Rajita para dos (1997), 38 X 50 cm. Mixta/lino.
Equipo Límite, Dévora Meel Conejo (1997), 200 X 165 cm. Mixta/lino.
Flan de France (2009), díptico, 40 X 30 cm. c/u. Óleo/lino.
Si la contradicción performativa es una característica en el trabajo de Guillén, la retórica de la controversia sería otra y fundamental. La controversia se ha convertido en el rasgo fundamental de las prácticas artísticas desde los años 80, definiendo gran parte del arte producido en las dos siguientes décadas. Así, podríamos hablar de un arte de la polémica que ataca la lógica o lo conclusivo, puesto que suma posturas divergentes y desacuerdos en un mismo símbolo. Y, como explicábamos anteriormente, esta herramienta se convierte en la esquizofrenia para el especialista en semiótica. O quizá, ya reconvertido por el gran mito de la globalización, también incurra en la esquizofrenia semiótica y sucumba a esta como una de las nuevas artes. El empleo de la controversia como herramienta de reflexión y como respuesta a los conocimientos incuestionables de la modernidad impera a sus anchas haciendo incomodarse a quien creía prodigarse en discursos cerrados sobre cualquier cuestión de nuestra cultura. Entonces, una imagen significa lo que somos capaces de observar, nombrar y dictaminar, pero también todo aquello que no hemos visto, no conocemos o somos nulos para admitir. O, por así decirlo, en el juego del “todo vale”, una imagen producida en la posmodernidad acoge el reverso y el anverso. En ella está incluido el libro y la biblioteca –siguiendo aquella biblioteca fantástica de Flaubert redefinida por Foucault–, y en la pintura encontramos el cachivache y la golosina, el bodegón y toda la historia de los géneros pictóricos. Por eso, Entre pitos y flautas, y una Mari Luz, pintora, encarnarán el ángel que acabe con las viejas costumbres de los discursos del arte.
En este sentido, la polémica y la liberación de la mujer vendrían de la mano. Si atendemos a su expresión a través de la emancipación de su cuerpo, deseo y sexualidad, podemos comprobar cómo la controversia ha desatado en el seno del feminismo una serie de posturas ambivalentes que hacen zozobrar la lógica falocéntrica o falogocentrismo, es decir, la ratio de la hegemonía patriarcal. De hecho, la economía libidinal del capital ha sido una constante de estudio y análisis desde las investigaciones feministas. De tal manera, que la sexualidad femenina, lesbiana y pospornográfica ha adquirido un valor político y de disfrute con el cierre del siglo XX y el comienzo del XXI, en contraposición a los goces heterocéntricos de los hombres. Por eso, también deviene un útil en el trabajo de nuestra artista. Como argumentara William Jeffet, el recurso de la narrativa pictórica de la artista es un arma que contraviene la escoptofilia de la mirada falocrática. “Su recurso a tomar imágenes prestadas es una forma de collage en la que se reconstruyen, desde una infinidad de fuentes encontradas, una imagen altamente sexualizada de la mujer como ser erótico, poderoso e independiente”. (Gandía Casimiro, 1998, 49). Así, en las composiciones de Cuqui Guillén participan mujeres provocativas, empoderadas, altivas o en posiciones lascivas que destronan la representación de la pasividad y, por tanto, se elevan en la dominación de su deseo. Las chicas ya han dejado de ser bibelots que adornan estanterías, centros comerciales o desfiles de moda. Desafiantes, ahora, desestabilizan el orden moral imperante, “assument leur souveraineté tout en refusant le discours de vulnérabilité qui a prévalu jusque-là”.51 (Guenin y Gourbe, 2021, 23). Y, de nuevo, aquí volvería esa idea de lo camp como la exageración o la afectación. Es decir, cómo la forma en la que nos afecta el mundo tiene efectos sobre nosotros y cómo generamos efectos en el mundo cuando afectamos a los demás. En palabras de Susan Sontag,
“To camp es seducir de determinado modo; un modo en que se emplean amaneramientos extravagantes, susceptibles de una doble interpretación: gestos llenos de duplicidad, con un significado divertido para el conocedor, y otro, más impersonal, para los extraños” (Sontag, 1984, 308).
Una fémina puede ser dominante, sentirse empoderada, puesto que es dueña de su goce. Pero para la mirada extraña, quizá esta rezume frivolidad. ¿Acaso la tentación no puede ser subversiva? ¿La sensualidad, como parte de una teoría de los afectos, podría constituir una revolución?
Flan de France (2009), díptico, 40 X 30 cm. c/u. Óleo/lino.
Vacaciones (2015), 35 X 50 cm. Mixta/papel.
En su momento ya explicamos de qué manera la artista era capaz de incitar pasiones rebeldes desde lugares inesperados. “(L)as bellas chicas, mujeres irreverentes, pin-ups, jóvenes pizpiretas que Cuqui Guillén ha ido incorporando a cada una de sus pinturas exaltan un halo de ingenuo espejismo para la mirada desatada del voyeur faunúnculo”, (Caplliure, 2015, 10), pues esta imagen oscila ya irrecuperable. Ahora esa mujer hace uso de su picardía y sensualidad para mostrarse dueña de su propio goce. Así, arribamos a una
“(i)magen desbordada de la mujer por su erótica y fuerza inabarcable que vence el límite del marco y salta la frontera de la imaginación. El ataque de una mujer de 50 pies que devasta la ciudad del pensamiento “right”, recto y convencional. Una mujer que sale del cuadro en su soberbia dimensión”. (Caplliure, 2015, 10).
Y esta ambición de lo desmesurado, es demasiado. Y molesta porque no puede ser sometida, ni enmarcada ni definida como otros querrían.
Su trabajo también ha sido reiteradamente distintivo de lo femenino e incluso maternal y, sin embargo, su registro se nos ofrece desde la acción feminista y el influjo matriarcal. Desde estos postulados detecta las dobleces de lo normativo y estira de ellas para colocarse en lugares incómodos donde instala la subversión a modo de “joie de vivre”. Una alegría de vivir que encarna el goce. En el goce de la vida, en el disfrute de la sexualidad, en la plenitud de la sensualidad y el autocuidado, en la dulzura de homenajear a sus antecesoras, en la ternura de mostrar a un niño comenzando a hablar (Mamá, me encanta el yogur) también existe la lucha. El combate también es resistencia. Y no hay nada que contradiga a esas figuras de amazonas que conquistan su lugar en la caricia y la entrega. El espacio del deseo puede mantenerse irreverente o con altas dosis de fogosidad, como así lo vemos, en las obras de las series Give me more (2013-2015) o Begin the begin (2002- 2007) y, sin embargo, pareciera que esa alegría de vivir da un giro hacia una placentera calidez cuando Guillén es madre. Según Ricardo Forriols, en la serie de Mommy’s Pop. El Pop de Mami (2008-2012), Guillén recupera
“sus propios recuerdos infantiles como nieta e hija en los años setenta: esos momentos en los que las descubría maquillándose o las acompañaba mientras se vestían, las cremas cosméticas que gastaban entonces, los jabones Atkinsons junto a los maniquíes de las pelucas sobre el tocador, los paquetes de Royal o los envases de vidrio de Danone en la cocina…”. (Forriols, 2011, 9).
Mamá, me encanta el yogur (2011), 145 X 190 cm. Óleo/lino.
Días de vino y rosas, díptico. (2010), 205 X 190 cm. Óleo/lino.
Hasta su inventario kitsch vira hacia un mundo edulcorado de tonos crema y superficies algodonadas. Cuando Clement Greenberg definió el kistch en 1939 para su artículo en la Partisan Review, parecía anticiparse a las creaciones pop y resumir ciertas cualidades de los objetos de la cultura ya comunes al mundo en el que se vivía y al que llegaríamos el resto más tarde
“(L)os alemanes han bautizado con el maravilloso nombre de kitsch, un arte y una literatura populares y comerciales con sus cromotipos, cubiertas de revista, ilustraciones, anuncios, publicaciones en papel satinado comics, música Tin Pan Alley, zapateados, películas de Hollywood, etc.” (Greenberg, 1979, 17).
Este enfoque activaría la cuestión del revival, como sugería Alloway, pensando en un estado de melancolía, en un pasado que fue mejor que el presente. Sin embargo, la representación de Cuqui Guillén no es nostálgica en este sentido ni “evokes as frivolous souvenirs of amusing times”, (52) (Alloway, 52), sino que construye una memoria del pasado reciente desde lo emotivo con el fin de traer a la actualidad una serie tipológica de mujeres que parecieron olvidadas en su tiempo por el simple hecho de no ser suficientemente interesantes para que su vida apareciera en libros, revistas o películas. De hecho, parece una lucha incesante la proliferación de ciertas imágenes anónimas que se intercambian con otras de famosas actrices, cantantes o modelos. Hay un arma que emplea Guillén más allá de sus pinceladas coloridas, mujeres bellas y sexys. Me refiero a colocar en el centro de la representación una iconografía localista e incluso sentimentaloide con todo lo peyorativo que pueda tener este vocablo. Este recurso nos mueve a cuestionarnos sobre cuál fue el papel de las mujeres de las generaciones anteriores, entre la República Española, la Guerra Civil y la transición española; y para ello no emplea la imagen de un icono del star system (ni extranjera ni tampoco una internacional Sara Montiel, Conchita Piquer, Juanita Reina o Carmen Sevilla), sino desde el álbum de familia o desde una reproducción de tipos de mujeres amigas o conocidas cercanas a la artista. Estas estrategias construyen una cronopolítica feminista. Cuando sitúa diferentes grados y tipologías de mujeres a conversar en el mismo plano, está activando una voz intergeneracional. En una política donde la suma de tiempos divergentes atrae la discontinuidad del discurso y la fractura de la historia, el relato emerge con la fuerza de una nueva oportunidad para todas estas mujeres. Estas narraciones pictóricas relatan las historias de muchas otras mujeres. Y las pone en situación de imaginarse en otros lugares posibles. “What if?” ¿Y si…? “Maybe”. Quizás, quizás, quizás.
En su última serie, Esperando en hoteles (2017-2022), hallamos de nuevo un tema recurrente en la creación pop: el ensueño de una vida mejor. En todas las pinturas y dibujos de la serie observamos cómo las mujeres de estas posan en hermosos hoteles de lujo. Como dice el título, parecen esperar o soñar con un “¿y si…?” que pronto pareciera contestado con el “quizá” de Lichtenstein. (M-Maybe, 1965). “Maybe he became ill and couldn’t leave the studio” (53). Esto resultaría entonces en un maybe not. Pero, why not? Tal vez la ausencia del otro en las historias románticas del norteamericano ahora dejan paso al suspense de una mujer meditativa. En esta ocasión es Ann Sothern quien protagoniza la escena más allá de la película. La fulgurante estrella rubia con una prolija carrera, interpreta uno de sus papeles más conocidos, Maisie Ravier, una pícara, pero de buen corazón, bailarina de burlesque en Brooklyn. Reconocida por su frescura, sensualidad y jolgorio, ahora parece una mujer terrenal, inquieta, perdida en sus pensamientos o concentrada en sus preocupaciones. La actriz aparece sentada en una silla de tijera, el clásico asiento plegable para directores y actores en los estudios y sets de rodaje de cine. La estrella de la Metro-Goldwyn-Mayer espera en el backstage entre escena y escena para filmar una gran secuencia. En esta, Maisie arriesga su vida cuando, acompañando a un ilusionista, le lanza cuchillos que siluetean su figura (54). Ataviada con un glamuroso vestido de lentejuelas y plumas en rojo, altos tacones del mismo color, y coronando su cabeza se elevan más plumas que la sitúan por un instante en ese mundo celestial del que proviene. Y no obstante, es la habitación verde con un lecho individual la que le espera, al menos, en su mente o en otro plano, en el fuera de campo. La latente contraposición de espacios divide el cuadro construyendo una extraña escenografía. Por un lado, Sothern espera en el estudio. Pero el fondo no acompaña ninguna escena ni dentro ni fuera de la pantalla. Guillén fractura la lógica con un paisaje emborronado. No es un bosquejo. La cuadrícula está pintada exprofeso. Se trata de un patrón para los bordados de petit pois o punto de cruz con el que a lo largo de décadas se instruyó a jóvenes mujeres en el arte de la costura, la puntada y el hilo. Durante mucho tiempo fueron los únicos paisajes que pudieron crear, copias de obras maestras de la pintura, de parajes solo accesibles a hombres aventureros, donde los ojos de las jóvenes se perdían buscando libertad, como el pájaro enjaulado ansía que llegue el día para escapar. Esas labores del hogar que eran como el coser y cantar. Al otro lado de la pintura, una habitación del hotel Belle Isle Estate sito en otra isla, esta vez se trata de Irlanda, del condado de Fermanagh. Un enclave singular famoso por sus lagos de hermosas aguas. En las páginas de viajes hablan de Fermanagh como de un paraíso acuático pleno de marismas serpenteantes con historias y secretos que contar. Este singular hotel tiene el nombre de una de las ciento cincuenta y cuatro islas del condado. Una isla privada donde el hotel era un antiguo castillo en el campo. Según cuenta la historia de Belle Isle Estate, bien registrada en los anales del condado desde el siglo XV, esta isla tuvo una vida social y cultural activa creando a su alrededor una fuerte comunidad que se mantuvo con el tiempo. De aquel momento, hablamos del siglo XVII, data el castillo y otros edificios campestres del hotel. En la habitación que se muestra en la pintura hallamos esa cama tan peculiar, así como el resto de mobiliario afrancesado. El lecho, una suerte de cama-trineo, perteneciente al estilo Louis Philippe, marca un cambio de época. Estos muebles tuvieron su origen durante el reinado del monarca Louis Philippe I (1830-1848) en Francia y fueron creados por los ebanistas de la época para una incipiente burguesía. Pero si algo llama la atención es el color verde que recorre toda la estancia: cortinas, cama y moqueta. Por último, una serie de retratos coronan el lugar. Se dice que el hotel posee un gran número de obras de arte firmadas por artistas rusos, ingleses e irlandeses. Entonces podría ser que esos retratos de nobles que penden en la pared de la habitación como personajes del siglo XIX fueran pertenecientes a una de las familias que habitaba el castillo en aquel momento. O simplemente, ser una tipología de retratos que algún artista tomó en su estudio. Lo que podemos afirmar es que la estancia espera a su invitada. Su camisón reposa sobre la cama.
Belle Isle Estate, Fermanagh (2022), serie Esperando en hoteles, 145 X 190 cm. Óleo/lino.
Aquí, la espera se convierte en cierto modo en atención o ensimismamiento. En el famoso ensayo de Virginia Wolf, Una habitación propia, la escritora se reafirma en la importancia de que una mujer tenga un espacio para sí, para crear, para pensar, para trabajar, para ser ella misma. Entonces la que espera, quizá –“maybe”– ya no sea ella. ¿Y si fuera ella la que no deja el estudio porque sigue pintando o actuando en una gran producción hollywoodiense, o porque piensa en esa habitación de hotel? Quizá, ahora, la espera también traiga esperanza.
“-This room slowly evaporates every day -This room moves at the same speed as the clouds -Many rooms, many dreams, many countries in the same space -Stay until the room is blue -This is not here” (55). (Yoko Ono)
Porque la habitación ahora es ella.
45. L’animal que donc je suis. El animal que pues estoy siendo (siguiendo). El juego de palabras entre être y suivre denotan el interés de Jacques Derrida por mantener al animal como parte consciente del ser humano.
46. Una de las representaciones de primates históricas pintada por Ramos es el sello que realizó para con la imagen Orang Utan, 1971 (Fauna in Pop Art Images of Mel Ramos) y Gorilla, 1967 (Fauna in Pop Art Images of Mel Ramos) para la República de Jubalandia en la región de Somalia.
47. La obra de 1993 Albóndigas a la vascongada, firmada por Equipo Límite, es un claro homenaje a la pieza Gorilla (1967) de Mel Ramos.
48. “¿Cómo funcionó una mujer y una artista dentro de la sociedad del espectáculo mientras resido en ella?”
49. Martín Prada contextualiza todo un recorrido por las manifestaciones y lenguajes de los últimos veinte años a través de conceptos, conexiones y realidades estéticas y sociales. En uno de los momentos atiende a la escurridiza tendencia pos-pop o como esos epílogos donde los objetos infantiles son traídos a nuestra realidad de adultos con cierta perversión añadiendo los ejemplos ostensibles de Paul McCarthy o de Takashi Murakami (Martín Prada, 2012, 44-45).
50. “la denuncia de una ideología emplea en su crítica el lenguaje mismo de ese poder ideológico”.
51. “asumen su soberanía rechazando el discurso de vulnerabilidad que ha prevalecido hasta ahora”.
52. “evoca como frívolos recuerdos de tiempos divertidos”.
53. “Tal vez se enfermó y no pudo salir del estudio”.
54. Ann Sothern representa a Maisie Ravier en Maisie Gets Her Man (1942).
55. “-Esta habitación se evapora lentamente todos los días -Esta habitación se mueve a la misma velocidad que las nubes -Muchas habitaciones, muchos sueños, muchos países en el mismo espacio -Quédate hasta que la habitación sea azul -Esto no es aquí”.